Historias de mujeres: aprendiendo a aceptar el pasado.

M. Soledad Berdazaiz
14 min readJan 31, 2019

Women’s stories: how to come to terms with the past.

La historia de hoy es un relato de aceptación y superación que nos enseña que solo al aceptar el pasado y quiénes somos vamos a poder ser verdaderamente libres y plenos. Solo al desprendernos de esa mochila pesada vamos a poder mirar hacia adelante libres de prejuicios y ataduras.

El artículo recuenta una dramática historia familiar relacionada a la esclavitud en Nigeria. Se trata de una historia dolorosa y seguramente requirió mucha valentía por parte de la autora, Adaobi Tricia Nwaubani, para mostrarla al mundo. En ella, Adaobi nos cuenta cómo fueron los mismos africanos (y más específicamente su familia) quienes secuestraban y esclavizaban a sus semejantes: “ Los intelectuales africanos suelen culpar a Occidente por el comercio de esclavos, pero yo sabía que los comerciantes blancos no pudieron haber cargado los barcos sin la ayuda de hombres africanos como mi bisabuelo”.

Today’s story is about acceptance and surmounting, a lesson that teaches us that only by coming to terms with one’s past and oneself do we become truly free, unprejudiced individuals.

I t’s adramatic family story about slave trading in Nigeria. Its author, Adaobi Tricia Nwaubani, must have surely put up a great struggle to accept her past and share her story to the world. In it, she tells us that slavery was established by africans selling other africans: ‘African intellectuals tend to blame the West for the slave trade, but I knew that white traders couldn’t have loaded their ships without help from Africans like my great-grandfather.’

Photo by chrissie kremer on Unsplash

Mi bisabuelo, el comerciante de esclavos.

Por Adaobi Tricia Nwaubani

El hogar de mis padres en Umujieze, Nigeria, se erige sobre un terreno montañoso que ha pertenecido a nuestra familia por más de cien años. Por tradición, el pueblo Igbo entierra a los muertos entre los vivos, e idealmente el sitio para que un hombre descanse junto a sus esposas es en el terreno de su casa. Mi abuelo Erasmus, el primer gerente de color de una fábrica de calzado Bata en Aba, está enterrado debajo de lo que ahora es la sala de visitas. Mi abuela Helen, una de las fundadoras de una iglesia local, yace cerca del estudio. Mi cordón umbilical está enterrado en el jardín, al igual que los de mis cuatro hermanos. Nnamdi, mi hermano mayor, nació mientras mis padres estaban estudiando en Inglaterra, a principios de la década de 1970. Mi padre, Chukwuma, guardó el cordón umbilical seco y, un año y medio más tarde, lo trajo a casa para enterrarlo cerca de la puerta de entrada. Bajo la colina, cerca del río, en un área que ahora se encuentra cubierta por arbustos, está la tumba de mi ancestro más célebre, mi bisabuelo Nwaubani Ogogo Oriaku. Nwaubani Ogogo fue un comerciante de esclavos que se hizo de poder y riqueza por medio de la venta de sus coterráneos al otro lado del Atlántico. «Era un renombrado comerciante», me decía orgulloso mi padre. «Comercializaba productos de palma y personas».

Mucho antes de la llegada de los europeos, los Igbos tomaban a sus semejantes como esclavos para dar castigo, saldar deudas y al tomar prisioneros de guerra. Esta práctica difería de la esclavitud en las Américas: los esclavos podían moverse libremente dentro de la comunidad y tener propiedades, pero también podían llegar a ser objeto de sacrificios en ceremonias religiosas o ser enterrados vivos junto a sus dueños para servirlos en la próxima vida. Con el inicio del comercio trasatlántico en el siglo XV, la demanda de esclavos aumentó drásticamente. Los comerciantes Igbo comenzaron a secuestrar individuos de aldeas más apartadas. En ocasiones, aquellos que habían caído en deshonra eran vendidos por sus familias, una práctica que Ijoma Okoro, profesor de la historia Igbo de la Universidad de Nigeria, Nsukka, compara al traslado de convictos británicos a las colonias penitenciarias de Australia: «La gente decía “Déjenlos ir. No queremos volver a verlos”». Entre los siglos XV y XVIII, casi un millón y medio de esclavos Igbo fueron enviados a través del Pasaje Medio.

Mi bisabuelo recibió el apodo de Nwaubani, que significa «de la región del puerto de Bonny», pues tenía la piel brillante y una apariencia saludable, rasgos que en esa época se asociaban con la gente que vivía cerca de la costa y accedía fácilmente a la alimentación sustanciosa que provenía del exterior. (Este apodo luego se convirtió en nuestro apellido). A fines del siglo XIX, contaba con una licencia para el comercio de esclavos emitida por la Royal Niger Company, una corporación inglesa que gobernaba la zona sur de Nigeria. Sus agentes capturaban esclavos de la región y los entregaban a intermediarios, que a su vez los trasladaban a los puertos de Bonny y Calabar y los vendían a mercaderes blancos. La esclavitud ya había sido abolida en los Estados Unidos y el Reino Unido, pero sus esclavos eran enviados legalmente a Cuba y Brasil. Para ganarse su aceptación, los líderes locales entregaban a sus hijas en matrimonio. (Al momento de su muerte, tenía muchísimas esposas). Su influencia llamó la atención de oficiales de la colonia, que lo nombraron jefe de los Umujieze y de varios otros pueblos. Presidía casos judiciales e instauraba iglesias y escuelas. En el terreno donde hoy se encuentra la casa de mis padres construyó una casa de huéspedes y allí recibía a dignatarios británicos. Para anunciar su llegada inminente y constatar su identidad, los invitados le enviaban sobres con mechones de su pelo caucásico.

Los ritos funerarios para un hombre Igbo distinguido tradicionalmente incluyen la matanza de ganado — a menudo, la familia sacrifica la mayor cantidad de vacas que le sea posible. Nwaubani Ogogo era tan respetado que al momento de su muerte, ofrecieron un leopardo en sacrificio y seis esclavos fueron enterrados vivos junto él. Mi familia heredó sus zapatos de lona, que usó en una época en la que no muchos nigerianos tenían calzado, y las cadenas de sus esclavos, tan pesadas que cuando era chico, mi padre era incapaz de levantarlas. A lo largo de mi niñez, mi familia recordaba con regocijo las hazañas de Nwaubani Ogogo. Cuando tenía unos ocho años, mi padre me llevó a ver la hilera de árboles de ugba donde Nwaubani Ogogo solía mantener encadenados a sus esclavos. Durante la década de 1960, un amigo de la familia que dictaba historia en una universidad del Reino Unido, vio el nombre Nwaubani Ogogo en un libro de texto sobre el comercio de esclavos. Hasta mis primos que vivían en el exterior supieron que aparecíamos en los libros de historia.

El año pasado, viajé desde mi casa en Abuja hasta Umujieze para el cuadragésimo sexto aniversario de casados de mis padres. Mi papá es el mayor de su generación y el jefe de nuestra familia extendida. Una mañana, llegó a nuestra puerta un hombre proveniente de una lejana iglesia anglicana que estaba celebrando el centenario. Los registros mostraban que Nwaubani Ogogo había brindado escoltas armados a los primeros misioneros de la región (un trío conocido como los hermanos Cookey) para asegurarles protección. El hombre invitó a mi padre a recibir un premio por el trabajo de Nwaubani Ogogo en la divulgación del gospel. Cuando el hombre se fue, mi padre se sentó en su sillón favorito, entre sus nietos, a contar las historias de Nwaubani Ogogo.

— ¿No te da vergüenza lo que hizo? — , inquirí.

— Jamás podría avergonzarme de él — , respondió con irritación. — ¿Cómo podría? Su negocio era legal en esa época. Todo el mundo lo respetaba.

Mi padre es abogado y activista por los derechos humanos, y ha pasado buena parte de su vida denunciado los abusos gubernamentales en el sudeste de Nigeria. A menudo tuvo que irse de casa para evitar que lo arrestaran. Pero el orgullo por su familia era inquebrantable. «No cualquiera podía reunir el coraje para ser un comerciante de esclavos», decía. «Debías tener audacia».

Mi padre logró transmitirme no solo las historias de Nwaubani Ogogo, sino también la admiración por su vida. Durante mis días escolares, si un amigo me preguntaba el significado de mi apellido, le daba un relato en vez de una traducción. Pero durante la última década, he experimentado una sensación creciente de malestar. Los intelectuales africanos suelen culpar a Occidente por el comercio de esclavos, pero yo sabía que los comerciantes blancos no pudieron haber cargado los barcos sin la ayuda de hombres africanos como mi bisabuelo. Leí argumentos a favor del pago de compensaciones a los descendientes de esclavos americanos y me pregunté si alguien esperaría que mi familia contribuyera. Otros miembros de mi generación sentían un desconcierto similar. Mi primo Chidi, que creció en Inglaterra, tenía 12 años cuando conoció Nigeria. Después de preguntarle a nuestro tío el significado de nuestro apellido, se sintió consternado al enterarse de nuestra historia familiar y a partir de allí siempre ha sentido reticencia de compartirla con sus amigos británicos. Mi prima Chioma, una doctora que vive en Lagos, me confesó la angustia que siente cada vez que mira películas sobre la esclavitud: «No paro de llorar y le pido a Dios que perdone a nuestros ancestros».

Los británicos intentaron acabar con la esclavitud entre el pueblo Igbo a principios del 1900, pero la práctica persistió hasta la década de 1940. Durante los primeros años de la abolición, por recomendación británica, los amos adoptaron a sus esclavos libertos dentro de su familia extendida. Uno de los esclavos que se unió a mi familia fue Nwaokonkwo, un asesino convicto proveniente de otra aldea, que escogió la esclavitud como alternativa a la pena de muerte y luego se convirtió en el criado de mayor confianza de Nwaubani Ogogo. Durante la década de 1940, muchos años después de la muerte de mi bisabuelo, Nwaokonkwo fue acusado de intentar envenenar a su heredero, Igbokwe, con el fin de robar una parcela de tierra. Mi familia lo desterró de la aldea. Al enterarse del veredicto, corrió colina abajo, se echó sobre la tumba de Nwaubani Ogogo y llorando, exclamó que mi familia alguna vez le había dado refugio y ahora lo expulsaba. Más tarde, mis ancestros le permitieron quedarse pero les ordenaron a todos sus esclavos libertos que se cambiaran nuestro apellido por uno nuevo. «Si se hubieran comportado mejor, hubieran sido aceptados», decía mi padre.

Los descendientes de esclavos libertos en el sur de Nigeria, llamados ohu, todavía sufren un fuerte estigma. La tradición Igbo les prohíbe casarse con personas libres y les niega los títulos de liderazgo tradicionales tales como Eze y Ozo. (Los osu, una casta intocable que desciende de esclavos que sirvieron en sepulcros, sufren una persecución aún mayor). Mi padre considera a los ohu de nuestra familia como una molestia, en constante oposición con nuestras decisiones. En la década de 1980, durante una disputa por tierras con otra familia, dos familias ohu testificaron en nuestra contra en la corte. «Nos odian», afirmó mi padre. «No importa cuánto dinero tengan, todavía tienen mentalidad de esclavos». Mi amigo Ugo, cuya familia tuvo un desacuerdo similar con sus miembros ohu, me comentó «La disensión proviene de toda esta gente con sangre prestada».

La primera vez que tomé consciencia de los ohu fue mientras asistía a un internado en Owerri. Me sorprendí al descubrir que la familia de otra estudiante nueva venía de Umujieze, aunque me dijo que casi nunca visitaban el lugar. Por nuestras conversaciones, parecía que podíamos llegar a ser familia; no era un descubrimiento inusual en una familia grande, pero aún así nos emocionaba. Cuando mis padres vinieron de visita, les conté sobre la muchacha. Mi padre me informó con calma que no se trataba de una relación de sangre. Ella era ohu, la bisnieta de Nwaokonkwo.

Creo que esta revelación no tuvo demasiado significado para mí en ese momento. La muchacha y yo seguimos siendo amigas, aunque rara vez volvimos a hablar de nuestra familia. Pero en 2000, otra amiga llamada Ugonna tuvo prohibido casarse con un hombre con el que había estado saliendo por años porque su familia había descubierto que se trataba de un hombre osu. Más tarde, Nonye, una amiga osu, me contó que el haber crecido sabiendo que sus ancestros fueron esclavos fue «como tener al cuco merodeando cerca». Hace poco, hablé con Nwannennaya, una pariente ohu de 39 años. «Ustedes se comportan como si nosotros fuéramos inferiores», dijo. Sus padres no le contaron acerca de su ascendencia ohu hasta que tuvo 17 años. Aunque nuestras familias eran vecinas, nosotras casi nunca interactuábamos. «Hubo un día en que tú me viste y me preguntaste por qué me estaba aclarando la piel», exclamó. «Me puse muy contenta cuando me hablaste. Fui con mi madre y le conté. Tú y yo somos hermanas. Así es como las hermanas se tienen que portar».

La modernización está impulsando a ohu y libres a casarse entre sí, pese a la amenaza del ostracismo. «Conozco comunidades donde las personas de descendencia esclava han adquirido riqueza y han comenzado a exigir el derecho a ostentar cargos de autoridad», me comentó el profesor Okoro. «Está creando conflicto en muchas comunidades». El año pasado, en un pueblo del estado de Enugu, un hombre ohu recibió la designación a un puesto tradicional de liderazgo, lo que provocó protestas masivas. En una aldea cercana, un hombre ohu pasó a ser oficial de policía del más alto rango, y de este modo los ohu locales tuvieron la influencia suficiente para impulsar reformas. Más tarde, se les adjudicó un área separada de la comunidad, donde pueden vivir según sus propias leyes, alejados de los nacidos libres. «Seguramente pase mucho tiempo hasta que todas las huellas de la esclavitud desaparezcan de la mente del pueblo», escribió G. T. Basden, un misionero británico, sobre el pueblo Igbo en 1921. «Hasta que la conciencia de la gente despierte, las diferencias entre esclavos y hombres libres persistirán».

Se creía que Nwaubani Ogogo había adquirido poderes espirituales del santuario de una deidad denominada Njoku, que le permitía ejercer influencia sobre los colonizadores blancos. Entre sus posesiones, que se transmiten al jefe de cada familia, estaba el símbolo de su alianza con Njoku: un cuenco con una cabeza humana. «Debías cortar la cabeza directamente dentro del cuenco mientras la persona todavía estuviera viva, sin que toque el suelo», decía mi padre. «No podía ser cualquier persona. Tenía que ser alguien que conocieras». En el caso de Nwaubani Ogogo, esa persona con toda seguridad era un esclavo. Cuando Gilbert, mi tío abuelo y anterior jefe de nuestra familia, murió en 1989 su segunda esposa, Nnenna, una devota cristiana, destruyó el cuenco. Poco tiempo después, sus hijos comenzaron a morir de manera misteriosa, uno tras otro. Luego Nnenna contrajo una extraña dolencia y murió en 2009. Algunos parientes temieron que se hubieran desencadenado fuerzas oscuras.

El pasado julio, Sunny, primo de mi padre y profesor de ingeniería, visitó a mis padres para hablar acerca de otra preocupación: la creciente enemistad dentro de nuestra familia. Debido a algunas discusiones menores, miembros de la familia había dejado de hablarse. Muchos incluso habían cortado la relación. «Siempre tenemos un desacuerdo insalvable, una desavenencia o algo por el estilo», me dijo Samuel, el primo de mi padre. Mi primo Ezeugo no se mostró sorprendido ante esta alarmante tendencia. «A lo largo del territorio Igbo, dondequiera que había comercio de esclavos con los blancos, las cosas nunca salían bien», decía. «Siempre tienen problemas allí. Todo el mundo lo sabe». Mis parientes creían que pagaríamos caro la historia de nuestra familia.

Antes de la colonización, el pueblo Igbo tenía la creencia de que eran fuerzas espirituales las que controlaban los acontecimientos. Si ocurrían demasiadas desgracias juntas, una familia podía llegar a creer que eran víctimas de una maldición intergeneracional desatada por las acciones de un ancestro. Los miembros de la familia buscaban entonces un sacerdote juju quien consultaba a una deidad, diagnosticaba la raíz de la maldición y luego la expulsaba mediante un ritual religioso. Cuando llegaron los misioneros extranjeros, convencieron a los Igbo de abrazar al cristianismo, al menos públicamente. Pero la creencia en las maldiciones ancestrales ha persistido, encubierta en pasajes bíblicos que mencionan que Dios «visitó la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación». Muchas iglesias hoy ofrecen servicios similares a los antiguos rituales, en los que el pastor reemplaz al sacerdote juju y Jesús, al dios pagano. De este modo, es posible exponer las fuerzas malignas sin que los cristianos caigan en idolatrías. La liberación por lo general exige que una familia ore, practique ayuno y renuncie al mal.

En 2009, el difunto sacerdote Stephen Njoku escribió un libro titulado Challenge and Deal with your Evil Foundations, en donde afirma que algunas personas deberían cambiarse el nombre para deshacerse de las maldiciones. «Es como construir una casa», me dijo. «Si no cimientas bien las bases, si utilizas materiales de baja calidad o si las rocas no se colocan correctamente, el edificio se quebrará inevitablemente y colapsará». Varias comunidades Igbo que tenían apellidos que elogiaban historias sangrientas han adoptado apellidos diferentes. En 1992, la gente de mi aldea se mostró consternada ante la muerte inexplicable de varios jóvenes. Después de un período de oración común, la gente se reunió en el ayuntamiento y votó por la eliminación del nombre comunitario histórico, Umuojameze, que significa «hijos de Ojam, el rey». Ojam era una deidad a quien los aldeanos idolatraban antes de la cristianización y a quien realizaban sacrificios humanos de manera regular. Escogieron el nombre nuevo, Umujieze, que significa «niños que han alcanzado la realeza», para reflejar nuestra ruptura de las atrocidades del pasado.

Mi familia no llegaba a un acuerdo acerca de cuál es la causa de la maldición familiar. Casi todos opinaban que se debía al tráfico de esclavos de Nwaubani Ogogo. Algunos sospechaban que era por la ruptura de la alianza con Njoku. Mi padre creía que podía deberse a los sacrificios humanos. Sunny no terminaba de creer que la familia sufriera una maldición. «Si los problemas se deben a los pecados de nuestros padres, ¿a qué se debe el progreso de los blancos a pesar de los pecados de sus padres?», decía. Sin embargo, todos estuvieron de acuerdo en realizar una ceremonia de liberación, e idearon un plan. Tres días antes de que termine enero, desde las 6 de la mañana hasta el mediodía, toda la familia alrededor del mundo haría ayuno y oraría. A modo de preparación, mi padre envió un mensaje de texto que incluía pasajes de la Biblia. Nunca fue abiertamente religioso, y yo me divertía al verlo organizar una sesión de oración global. Le tomé el pelo sobre el hecho de que tendría que saltearse el desayuno, que por lo general lo esperaba cada mañana a la misma hora. «Soy un santo», dijo.

El primer día de ayuno, mi familia se reunió en pequeños grupos en Londres, Atlanta y Johannesburgo. Algunos hablaron por teléfono, otros se comunicaron por redes sociales. En la casa de mis padres, treinta personas se juntaron bajo un toldo en el patio. Con lágrimas en los ojos, mi padre explicó que en la época de Nwaubani Ogogo la venta y el sacrificio de personas era una práctica común, pero que ahora somos conscientes de estar en falta con Dios. Agradeció al Señor por el honor y el prestigio concedidos a nuestra familia a través de mi bisabuelo, y pidió perdón por las atrocidades que cometió. Oramos con un pasaje del Libro de los Salmos que mi padre nos había enviado por mensaje de texto:

¿Quién puede comprender sus propios errores?

Líbrame de los que me son ocultos.

Preserva a tu siervo de las soberbias;

Que no se enseñoreen de mí.

Entonces seré íntegro,

Y seré absuelto de gran transgresión.

Durante la ceremonia, me sentí aliviada. Mi familia finalmente estaba yendo más allá del cuchicheo y las inquietudes. Por supuesto que nada puede deshacer el daño causado por Nwaubani Ogogo. Los ohu no son sus descendientes directos y por lo tanto no fueron invitados a la ceremonia; el maltrato hacia ellos persiste en la región. Aún así, era importante para mi familia denunciar públicamente su rol en el comercio de esclavos. «Nuestra familia está asumiendo la responsabilidad», me dijo mi primo Chidi, que había venido desde Londres. Chioma, que participó desde Atlanta, afirmó: «Intentamos hacer las paces y reparar los errores de nuestros ancestros».

El último día, todos dieron un paseo por el tramo de un camino recientemente asfaltado hacia la iglesia local anglicana. Fue erigida en 1904 en un terreno que Nwaubani Ogogo había dado en donación. Adentro, un sacerdote estaba presidiendo una sesión de oración de dos horas. Hacia el final, nos dio la bendición y proclamó un nuevo comienzo para la familia de Nwaubani. Después de la ceremonia, mi familia se debatió hacer este ritual cada año. «Estas cosas despiertan la misericordia de Dios», dijo mi madre Patricia. «La gente hizo muchas cosas malas pero no hablan de eso. Cuantas más personas confiesen y renuncien a su pasado maligno, mayor será la purificación de la tierra».

El artículo original se publicó en The New Yorker el 15 de julio de 2018. El link se encuentra debajo.

Gracias, Adaobi Tricia Nwaubani, por compartir tu historia.

This is a translation of the original article published in The New Yorker, on July 15, 2018. The link is below.

Thank you, Adaobi Tricia Nwaubani, for sharing your story with us.

Gracias Santiago Basulto

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M. Soledad Berdazaiz

Eng<>Spa translator, writer, book lover. Patagonia born. You are invited to read me.